Una silla en la Real Academia Española de Gastronomía a las 12
Ilustración de una silla en la Real Academia Española de Gastronomía a las 12.
Publicado en el número 373 de Sobremesa.
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¡TOC, TOC, TOC! por José Manuel Vilabella
Me acerco a la Real Academia Española de Gastronomía y llamo a la puerta de forma enérgica: ¡Toc, toc, toc!; espero unos momentos y se abre la ventana del primer piso. ‘¿Quién llama?’, pregunta el presidente, don Rafael Ansón. ‘Soy yo, don Rafael; soy Vilabella y vengo a solicitar con el mayor respeto mi ingreso en tan docta institución’, digo con voz meliflua y maneras asquerosamente pelotilleras. ‘¡Pero hombre de Dios, que son las tres de la mañana!’, exclama francamente irritado el conocido gastrónomo y cierra la ventana con furia contenida.
No sé qué hacer para ser alguien en este pequeño mundo de las cosas del comer. Persigo al presidente y le pido, le suplico, le ruego, que me nombre académico de número para tener algo bueno que poner en mi esquela mortuoria, algo importante para presumir delante de mis amigos muertos cuando llegue al otro mundo. Pero don Rafael ni caso. Siempre dice que lo pensará, que lo está meditando, que lo tiene que consultar con la almohada. Estoy, lo reconozco, en una edad difícil. Los 86 años cumplidos por San Silvestre, mi pésima analítica y la vida de perdulario que he llevado limitan mi futuro. Presiente, sí, que mi currículo se acerca a su final; acaso un librillo más, un centenar de artículos, algún premio menor. Empecé en este oficio cuando la mayor parte de los académicos eran unos pipiolos o no habían nacido y ahora, por las noches, mesándome los cabellos, me pregunto: ‘¡Oh, infelice, oh miserable plumilla!, dime, dime, ¿para qué te han servido los libros publicados, los miles de artículos, el estar hecho un guiñapo por los excesos gastronómicos, el haber dedicado tu vida y dilapidado tu fortuna a comer en los más distinguidos restaurantes para después contarlo?’
Miro hacia atrás –con ira y muy mal humor, cabreado- y el balance es absolutamente negativo. Soy, sí, todo lo que no puede ser un gastrónomo al uso. O sea, me miro al espejo y qué veo: un señor bajito, gordo y calvo, vestido pobremente; mi americana tiene un indecoroso manto de caspa. Parezco un obispo sin trajes talares, un cardenal desaseado. La Real Academia de Gastronomía se nutre de dos tipos de personas. Los hombres poderosos y los escritores de las cosas del comer. Pero mis colegas son caballeros elegantes, delgados, distinguidos, presentables. A los gordos no nos quiere nadie. Yo soy un varón, pero un varón con uve y para formar parte de la cámara alta de la institución tienes que ser, por lo menos, un barón con be. Pero mejor, claro, es ser un Grande, muy grande, de España. En la Academia militan una docena o más de aristócratas de rancio abolengo. Son los descendientes de aquellos privilegiados que, entre otros derechos, tenían el de pernada y un servidor desciende, para su desgracia, de los que ponían, muy cabreados eso sí, la pernada.
El haber seguido la vocación de gastrólogo ha sido mi mayor fracaso. Desde esta página aconsejo a los jóvenes que sientan inclinaciones gastronómicas que huyan despavoridos, que se dediquen a otra cosa y si se empeñan en seguir cerrilmente su vocación, que se mueran a los sesenta años como hicieron la generación de los Cunqueiro y compañía. Eso de llegar a viejo es una lata que no se lo aconsejo a nadie, pero como a los ancianos lo que nos sobra es el tiempo, mañana mismo y a las tres de la mañana voy a solicitar mi ingreso en la Academia. Le voy a decir al presidente: ‘Don Rafael, nómbreme, a usted qué más le da, hombre!’