Ilustración del anciano gastrónomo
Ilustración del anciano gastrónomo realizada por Máximo Ribas. Publicado en el número 327 de Sobremesa.
EL VIEJO CRÍTICO
Texto: José Manuel Vilabella.
Ilustración: Máximo Ribas.
Qué pocos refugios tiene la vejez y qué coñazos somos los viejecitos. Inexplicablemente en la madurez, cuando está uno en primera línea de tumba, se puede acoger a la bondadosa hospitalidad de la gastronomía. Nadie quiere a los viejos cocineros de pulso temblón pero se soporta con cierta complacencia al escritor culinario curtido en mil batallas. “¡Mira, mira, por ahí va el eximio don Florencio, el anciano crítico gastronómico!”, dice la gente con admiración, observan con curiosidad su melena blanca, de artista, y rematan la reflexión con el pensamiento: “¡Lo que habrá comido ese hombre!”
El haber comido mucho es una de las garantías de haber vivido como un rey, de tener un pasado esplendoroso. Es como estar muy viajado, haberse divorciado tres veces y tener siete hijos de cuatro señoras distintas. Es un signo externo de bohemia, de vida farandulera, de caballero perdis y bon vivan. Antes los gastrónomos tenían la elegancia de morirse antes de haber cumplido los setenta, ahí están Cunqueiro, Luján, Camba, los hermanos Domingo, Sueiro y tantos otros que se fueron a la gloria literaria sin una arruga pero a destiempo, presuntamente con el cuerpo hecho unos zorros, flagelados unos por el colesterol, apuñalados otros por el ácido úrico. Fueron víctimas, algunos, del exceso y de las cuchipandas, adelantados de la vida regalada, héroes de la buena mesa. Pero ahora los gastrónomos duramos un montón de años y llegamos, como el firmante, a cumplir tan ricamente los ochenta y cinco. Uno es más bien bajito y regordete, calvo y poco atractivo, pero hay otros profesionales de las cosas del comer que se conservan pimpantes, flacos, elegantes, porque saben calcular las calorías a ojo de buen cubero y seleccionan sabiamente su dieta con la aportación justa de gamba roja, jamoncito ibérico, lubrigante del Cantábrico, pizquita de beluga y un “gracias no me gustan las cigalas”. Don Rafael Ansón, el ilustre presidente de la Real Academia de Gastronomía me regaña con frecuencia por haber perdido la línea con suculencias del ayer. El admirado presidente tiene una agenda tan apretada que se toma la sopa en un acto institucional, el primer plato en la presentación de un libro y el postre en una primera piedra y no engorda ni un gramo. “Tienes que eliminar esa indecente barriga o no podrás ingresar nunca jamás en nuestra institución”. Yo no sé qué hacer. ¿Adelgazo o me entrego a los placeres de la carne? ¿Me convierto en un académico o en un tragaldabas?